jueves, 31 de marzo de 2011

Ficciones y Microficciones: El camello pasa por la aguja


La estela del pájaro (2010). Acrílico sobre lienzo. Gustavo Tatis Guerra.


Gustavo Tatis Guerra

Ficciones y microficciones:
El camello pasa por la aguja
 
Hay un cuento perfecto, deslumbrante, perturbador: “Enoch Soames”, que aparece en la Antología de la Literatura Fantástica de Borges, Casares y Silvina Ocampo. Es del escritor inglés Henry Maximilian Beerbohm, más conocido como Sir Max Beerbohm (1872-1956), extraordinario cuentista y ensayista, criatura extravagante, excepcional, con un ingenio, y una imaginación desquiciante.
Ese cuento figura en su libro El hipócrita feliz. En su tiempo su extraordinaria versatilidad le permitió en Londres expresarse con gracia y veneno a través de una finísima ironía con la que desnudó a la sociedad de su tiempo. Fue un maestro de la sátira. Hay  una sensibilidad exquisita en sus ensayos y narraciones, una divertida capacidad para jugar con las paradojas y burlarse con sabiduría de sus semejantes. A través de las líneas leves y profundas de sus caricaturas también forjó un universo singular.
  Enoch Soames, el protagonista de su cuento, es un escritor mediocre cuyo mayor fracaso fue haberle vendido el alma al diablo para que le permitiera ver en un siglo después en la Sala de Lectura del Museo Británico  desde 1897 a 1997 cómo había sido registrado por la crítica literaria en el tiempo. Teme al olvido y que la humanidad llegue a creer que no existió jamás. Aterrorizado de encontrarse en la sala de la biblioteca en junio de 1897 o en 1997 y su cuerpo se disipe ante la gente como cualquier fantasma y alguien en algún lugar del mundo pregunte: ¿Qué pasó con ese tipo Soames? ¿Cuál Soames? ¿No es acaso un cuento de Max Beerbohm? Su plegaria es que se enteren de que sí existió de veras. El diablo lo lleva a vivir  ese instante al atardecer del 3 de junio de 1997. “El fracaso cuando es un fracaso total, llano y sin barniz, siempre tiene alguna dignidad”, sentencia el narrador del cuento, un amigo o alter ego del escritor. “El hombre que no ha perdido su vanidad, no ha fracaso totalmente”. El vivía “la plenitud de su infortunio”.  Así que Enoch Soames descubre en la sección de literatura británica el nombre de Max Beerbohm en donde se reseña que vivió en el siglo XX y escribió un cuento ficticio de un señor llamado Enoch Soames, poeta de tercera categoría que se creía un genio e hizo un pacto con el diablo para saber qué pensarían de él en la posteridad. Es una sátira un poco forzada no sin valor que muestra que serio se tomaban los hombres jóvenes de esa época. “Ahora que la profesión literaria ha sido organizada como un sector del servicio público, los escritores han encontrado su nivel y han aprendido a hacer su obligación sin pensar en el mañana. Felizmente no quedan Enoch Soames en esta época”. Al leer todo eso con desconcierto, Enoch Soames dice con desprecio que “en la vida y en el arte lo que importa es un final inevitable”. Su visita al porvenir fue un miserable engaño. El diablo lo observa con las cejas arqueadas.  “La desaparición de Soames no produjo el más mínimo revuelo. Fue olvidado del todo antes  de que nadie, hasta donde yo supe, se diera cuenta de que ya no merodeaba por ahí”, dice el narrador, pero jamás oyó que alguien preguntara: ¿Qué pasó con          Soames?
Borges privilegia en este cuento el argumento, la  manera magistral como está concebido, su estructura, sus detalles que estimulan el pensamiento y la imaginación, los personajes, el diálogo y la descripción del ambiente literario de Inglaterra a fines del siglo XIX. Lo considera uno de los mejores cuentos de toda la antología.
Quiero privilegiar en la lectura de este cuento que no es propiamente un texto breve sino tal vez uno de los más intensos y extensos de la antología de Borges, algunas virtudes que he valorado en algunos textos breves de ese género híbrido, mestizo y dotado de ambigüedad: la minificción. Lo que permite su perdurabilidad en el lector es quizás su gracia narrativa. Su capacidad para abrir y cerrar un mundo con pocas palabras, o para dejar sugerido un universo, perfilado un personaje con pocas líneas o estructurada una escena que es como un relámpago inesperado en la claridad del día.
Minificción: El Arte de atrapar el instante
Nathaniel Hawthorne, el espléndido narrador de El holocausto del mundo y La letra escarlata, que antecedió al mundo de absurdo y horror de Kafka, dejó un  cuaderno de innumerables argumentos para cuentos que jamás escribió y ellos contienen señales y claves  significativas de lo que ha sido  este género narrativo a lo largo de dos siglos. En uno de esos argumentos extraordinarios concibe esta fantástica historia: Un hombre escribe un cuento pero descubre que los personajes hacen todo lo contrario de lo que él ha imaginado, actúan llevándole siempre la contraria al escritor: ocurren hechos imprevistos y catastróficos y el escritor intenta impedirlo. Pero es vana su tentativa porque uno de los protagonistas es el escritor.
En otra historia, un hombre despiadado que desprecia al género humano y a la hora de morir la tierra se niega a recibirlo en su seno. Cavan la tierra y la pala tropieza contra una roca. “Se lo inhuma entonces en un antiguo sepulcro donde los ataúdes y los cadáveres se han vuelto polvo, de manera que yace solo”. Muy pronto, el cuerpo se petrifica, como si rechazara la sociedad más allá de la muerte.
Un presidiario sale por fin de su celda y recobra su libertad, pero sabe que le hace falta algo al enfrentarse al mundo: es la pequeña luz que entraba a su celda.
En otro argumento, una prostituta regresa a casa y se reencuentra con viejos amigos, vuelve a vivir un solo día una experiencia de inocencia y fraternidad y logra encontrar al muchacho que alguna vez soñó con unirse a ella, pero ella se despide de todos e insinúa por qué no podrá volverlos a ver. Regresa a su infierno cotidiano del prostíbulo. Como si el diablo le hubiera permitido volver atrás por un rato.
En una sola línea Hawthorne concibe esta genial minificción: Un cañón se convirtió en una campana de iglesia.
La minificción subraya en el episodio contundente, en el climax de una escena, en la epifanía de la que hablaba Joyce y más tarde y de otra manera, Hemingway. Y muchos años después, escritores de América tras la búsqueda de epifanías personales y familiares, historias íntimas, secretas y públicas de su aldea. El narrador buscaba hacer visible lo invisible, creíble lo sobrenatural, fantástico lo cotidiano. Pero las palabras no eran suficientes. Había que tejer un tono y un ritmo para esas historias: “El hecho de que Henry Armstromg estaba enterrado no parecía probarle que estuviera muerto: siempre había sido un hombre difícil de convencer”, así comienza el cuento Una noche de verano, de Ambrose Bierce(1842- 1914) el genial autor de Aceite de perros y otros cuentos macabros.  En su bellísimo y espeluznante cuento “Un suceso en el puente de Owl Creek”, un hombre va a ser ahorcado. El narrador nos lo describe delgado, de frente amplia,  nariz recta, bigotes, barba puntiaguda, cabello largo oscuro peinado hacia atrás, de unos 35 años. “Los ojos eran grandes y de color gris oscuro, y guardaban una expresión amable que mal podría esperarse de alguien que tenía la soga al cuello”. El hombre contemplaba la soga que iba cediendo hasta su cuello, mientras se acordaba de su mujer y sus hijos. Ocurre lo inesperado en el cuento, la clave de lo epifánico e irrepetible, la soga se quiebra y cae al río. El capitán da la orden de disparar contra el hombre que huye en el río. Atraviesa las aguas en medio de las balas y alcanza la orilla. Corre ya sin fuerzas hasta encontrar las dirección de su casa, hambriento y sediento. Empuja la verja y ve flamear las faldas de su mujer. Ella conmovida, perpleja, lo recibe con los brazos abiertos. Cuando está a punto de abrazarla, siente un sacudimiento terrible y desgarrador. La soga se cierra en su cuello. Todo el instante de su huida ha ocurrido en su interior en segundos mientras la soga lo ahorca.
La sugerencia y la ambigüedad son más certeras que la certidumbre en muchas historias maravillosas. El silencio sugerido es la clave de algunos cuentos de Hemingway. Esa es el iceberg de que hablaba Hemingway invitándonos a crear atmósferas de seducción, en donde lo más significativo no es lo visible sino lo invisible, esa narrativa de la sugerencia y del  silencio, como quien abre un baúl y se encuentra con un secreto o una sorpresa guardada en el tiempo.
Kafka nos hace creer de veras que Gregorio Samsa se ha convertido en un monstruoso insecto y no precisa si es una cucaracha o un escarabajo. Pero nos arruga el alma cuando su familia descubre que su humanidad puede transportarse fácilmente en un cajón con agujeros para respirar. Y lo vemos padecer trepando por las paredes, los muebles y el techo. Lo que conmueve no es su metamorfosis sino la monstruosidad del alma de quienes le rodean.
El japonés Yasunari Kawabata escribió a lo largo de su vida un libro de cuentos cortos que tituló “Historias en la palma de la mano”, son en total 146 textos, entre 1921 y 1972, que concibió como brevísimas  y depuradas maravillas que caben en la palma de una mano y en ellas vive “el espíritu poético de mi juventud”. Poco antes de suicidarse hizo una operación digna de este género: convirtió la primera cuarta parte de su novela País de nieve en un ejercicio de brevedad extrema, miniaturizando la novela, siguiendo la tradición japonesa del haiku. Pero en ese libro se concentran las virtudes de la minificción: el encanto de lo breve y la culminación de un texto con apariencia fragmentaria pero acabada estéticamente, la mirada inaudita sobre un episodio o ángulo de la existencia humana, una sentencia cotidiana con aliento aforístico, un proverbio o un refrán popular, la dimensión creativa del sueño como otro paisaje interior asumido desde la narrativa. Hay diversos territorios de exploración en la minificción nutridos incluso de los despachos de las agencias noticiosas o de la tradición oral. El extremo del  minimalismo en la minificción lo ha desarrollado con rigor el narrador Guillermo Samperio, quien en la antología Comitivas Invisibles (Cuentos breves de fantasmas), compilado y seleccionado por Raúl Brasca y Luis Chitarroni, nos ofrece el vacío como espacio narrativo. Su texto solo abarca el título: “Fantasma”. Y la página queda en blanco. Pero ese divertimento experimental es una de las tantas posibilidades creativas que pueden extrañar, inquietar o desconcertar al lector. Lo que el mundo persigue de los narradores es que sepan contarle un cuento. Ítalo Calvino poco antes de morir se había propuesto publicar un libro de cuentos que no pasaran de seis palabras, de una sola línea, cumpliendo el desafío planteado por Hemingway a principios de siglo XX. A él se le ocurrió resolver su texto casi como un clasificado planteando una omisión deliberada con estas seis palabras: “Vendo zapatos de bebé, sin usar”. Lo sumergido aquí es terrible: ¿Por qué sin usar? ¿Qué le pasó al niño? ¿Quién vende los zapatos?
La minificción que ha logrado crear hazañas fantásticas en textos entre trescientas a setecientas palabras, encuentra en el extremo de Hemingway una provocación y un nuevo espacio de reflexión sobre los textos más breves del mundo  producidos en el Oriente, Norteamérica y América Latina. No importa si hay un camello que sueña entrar por el ojo de una aguja, en la sentencia bíblica que se supone fue un afortunado error de traducción del hebreo. Lo que importa de veras es que el camello entre de veras por el ojo de la aguja. Las desmesuras del universo caben en la palma de una mano.



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