jueves, 31 de marzo de 2011

Gustavo Tatis Guerra

 

 

Virginia en el espejo


 
El 28 de marzo de 1941, hace 70 años, se sumergió en las aguas de un río, para dormir la eternidad.


                 Ahora está frente al espejo.
     Su semblante es pálido y sus ojos  tienen el brillo desolado de quien ha visto la sombra de algo irremediable. Como si se hubiera vuelto a ver   en los pasillos de su casa llorando detrás de una puerta. Ha visto la pequeña huella de sus pisadas,  la cara de la niña acorralada, y ha sentido otra vez su corazón  sobresaltado en la penumbra.  Enciende un cigarrillo y eleva sus dedos largos como si tocara un piano invisible.
 No hay palabras que nombren su dolor. ¿Qué nombre hay que darle a la muerte?, se pregunta ella. ¿Cómo describir ese silencio del árbol al que se le han caído las hojas, cómo nombrar la mejilla que se  quedó esperando el beso de mamá que ha ido a dormir para siempre debajo de un jardín?  Por eso escribe con el ánima del silencio, con la magnitud de una lágrima, casi con la levedad del humo que asciende a su alcoba. Palabras como las que pronuncian los enamorados, de una sola sílaba, o la que dicen los niños cuando entran a un cuarto y descubren  a su madre que hilvana un secreto con un poco de lana.

Empezó a escribir siendo una niña, a los nueve años, garabateando en un cuaderno un cuento a la manera de Nathaniel Howthorne en el sofá de peluche verde de  la sala de su casa, en St Ives, mientras los mayores cenaban. Y en su habitación empezó a escribir a sus nueve años un periódico casero, The Hyde Park Gate New, que repartía entre sus familiares.  Uno  de sus primeros escritos es sobre una excursión a un faro cercano: “Había una marea y viento perfectos para ir allí”. Sus hermanos la llamaban La Cabra. Era la tercera de cuatro hermanos: Thoby, Vanessa, Virginia y Adrian. Los cuatro hijos de Leslie Stephen y Julia Duckort.
 Si se asoma un poco atrás, sentirá el perfume de Londres que es como una flor que alguien ha pisado en medio de la lluvia, descubrirá el rostro sereno, delicado, tierno, de su mamá Julia Jackson escuchará la mano de su padre Leslie Stephen doblando una página de un libro inmenso, el Dictionary of National Biography, creado por él mismo, sorprenderá a su papá mirando el rumbo de las estrellas desde la ventana, escribiendo biografías en las noches y meditando sobre el destino de la humanidad,  mucho de la sensibilidad de su madre, poco del raciocinio de su padre, le acompañarán a lo largo de su vida, contemplará la casa tomada por los libros. 
 No se atreverá a recordar un rincón de la casa donde alguien- su hermanastro George, le arrebató el vestido, la golpeó por detrás, le puso la mano caliente en su virginidad de seis años y le hizo sentir que era una herida, como si se le hubieran puesto un clavo entre sus piernas, como si un pájaro hubiera picoteado una corola. ¿Cómo soportar ese recuerdo? Desde entonces, es como si la desgracia hubiera tocado a su puerta.
Poco después de sus diez años, su mamá murió. Sus hermanos se quedaron en el cuarto llorando. El médico salió con la cabeza gacha y las manos a la espalda. Virginia vio en la calle, las palomas cayendo en picada. Vio alejarse al doctor, temprano por la mañana.  
Recuerda que se acercó a la cabecera de la cama donde acababa de morir su mamá, y le dio risa ver llorar a la enfermera. Le dio un susto tremendo a sus trece años no estar sintiendo lo que debía sentir.
Mientras imagina cómo pudo haber venido al mundo aquel el 25 de enero de 1882, en Londres, de qué silencio prodigioso se hizo la vida, de qué pálpitos divinos se gestó por primera vez el primer movimiento, el primer destello de una estrella, siente que las sílabas de su nombre también arrastran la sombra de su dolor, como si ya lo inexorable hubiera  elegido a Adelina Virginia Stephen, la niña que jamás fue a la escuela porque sufría fiebres reumáticas y crisis nerviosas, y aprendió a leer en casa, refugiada en la enorme biblioteca de su padre, el director de la Biblioteca de Londres, en 1892.  En la sala de su casa hay invitados de su padre. Son sus amigos: Henry James, George Meredith, Ralph Waldo Emerson, James Russell Lowell.

Tiene la mano izquierda sobre la mejilla y contempla una escena de silencio en la alcoba iluminada  por la luna del verano. Hay un resplandor que  acentúa los rasgos delicados de Julia, su mamá, el trazo de su nariz, los ojos pensativos, la trenza que asciende y recoge su cabello, y al lado, Leslie Stephen, su papá, tiene barbas, la frente ancha, el cuerpo fornido, la mirada es dura, el gesto es implacable. Los dos están mudos y leen. Hay muchos retratos en la alcoba, un pequeño biombo, libros reunidos, la puerta está cerrada y tiene unas flores pintadas. Es 1893 en Talland House y Virginia tiene once años. Es un silencio tenso, casi un grito guardado en sus rostros, y ella parece descifrar al fondo de la alcoba, lo que hay detrás de cada uno.
 Sólo ella se ha adentrado en el espíritu de ese instante perpetuado en una foto y salvado años después en su novela Al faro. En ese silencio cada uno discute en el reino de la cotidianidad conyugal, las fragilidades de la intimidad, el espíritu como un caballo amarrado, los límites de la libertad y la opresión. Ella los ha mirado con una inocencia remota, con la estremecida convicción de que toda criatura contiene en sí misma su propia fantasmalidad.

Deja de mirarse al espejo y se detiene a ver  la sombra de la calle. Lo único que desea ahora es caminar. Virginia tiene un paso desenvuelto, ligero y sostenido. Fija la mirada en el paisaje y en las alturas, y sus pisadas son de alpinista, como su padre, lenta y segura, suave y rápida, mientras escribe al ritmo de sus pasos, lo que va sintiendo.
Su sobrina Angélica  Bell, al verla andar la describe así: “Lejos de sentarse, siempre se movía con largos pasos, sus delgados muslos y piernas cubiertos por largas faldas de lana, galopaban por las colinas... a través de Londres... Jamás estaba en calma, nunca descansaba. Incluso, en los momentos en que, con las rodillas en ángulo bajo la lámpara y el cigarrillo en el cenicero, se sentaba junto a una amiga después del té, se estremecía de interés por lo que hacían los demás”.

Del libro "Virginia Woolf, Bailaré sobre las piedras incendiadas",  Ediciones Panamericana (2004).

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